La Patata Tórrida


¿PUEDE HABER EN EL MUNDO ALGO MÁS DESPRECIABLE QUE LA ELOCUENCIA DE UN HOMBRE QUE NO DICE LA VERDAD?
Thomas Carlyle


Arriendo Departamentos en Valparaiso

martes, 3 de mayo de 2011

Adiós a mi perro

 


Aun cuando en rigor, mi perro Wilber que así se llamaba,  pertenecía a mis dos hijas menores, Lía y Laura, que lo recibieron en casa cuando el cachorro tenía dos meses de edad, yo terminé siendo su amo en el sentido de su dependencia, subordinación canina  que acepté sin siquiera percatarme de su significado. Mirando hacia atrás, y considerando que la relación de ellas con Wilber se extendió desde su niñez, pasando por la preadolescencia, hasta que alcanzaron la mayoría de edad, descubro que la mía con el can no fue menos intensa. En todo caso, tener a nuestro perro fue un camino casual, largo, generoso, que nos enseñó a amar la inocencia de aquellos que nos quieren sin fingimientos ni ambigüedades. Confieso que nunca había experimentado esta clase de vínculo hombreanimal, en que la vida de uno, como persona,  se entrecruza con la vida de otro que no es precisamente del género humano, y que mientras alcanza el empoderamiento como perro de la casa,  lo termina a uno avasallando en su voluntad, al principio, y en su corazón  por el resto de la existencia. Esto nos dejó mi perro que acaba de morir de viejo. Y eso es lo que precisamente me pasó a mí con esta criatura. A contrapelo del exótico nombre que ya traía cuando llegó a nuestra casa, entre lord inglés y cantante de rock, era un quiltro bueno y dócil del que nunca nos preocupó su ascendencia. De joven, siempre lució una mirada dulce, transparente y luminosa que contrastó con la solidez de su andares, siempre atento a interpelar lo desconocido. Me acuerdo de sus humildades, de sus silencios. De sus devociones, comer carne sin miramientos de ninguna clase; de sus fijaciones, como la de orinarse sobre las ruedas del auto estacionado en el cobertizo, o tomar el sol echado en la frontera con nuestros vecinos, lo que le costó manguerazos y remojones, como el que éstos  le propinaron un día antes de su muerte, haciendo caso omiso de su vejez. Lo vine a saber cuando le curaba una herida rebelde la tarde anterior. Tenía su cabecita con los pelos erizados, empapados hasta el lomo. También, cómo no recordar sus entusiasmos en los días de fiesta, alrededor de un asado; y sus descuidos de gula,  como el que lo llevó hasta un quirófano para extraerle de urgencia un bife más grande que su garganta. Sus bravuconadas detrás de la reja que defendía a rajatabla de los extraños. O sus tendencias clasistas cuando debía interpelar a un desconocido mal vestido o de apariencia extravagante.  Sus aventuras sentimentales, como aquella que lo llevó a perderse de la casa durante más de 20 días en período de celo perruno. Esa vez, ya perdidas las esperanzas de recuperarlo, y cuando muchas lágrimas alargaron las noches de mis hijas, él nos encontró. Desde lejos pudo reconocer el auto de la casa que, conducido por mí, y cargado con mis nietos Rodrigo y Sebastián, avanzaba accidentalmente en su dirección por una calle de la comuna; y él se las arregló para que lo viéramos, decidido a no malograr la oportunidad. Para ello se asomó a la esquina, muy cerca de la solera y se largó a ladrar como condenado. Cuando nos detuvimos, y el Seba le abrió la puerta, se abalanzó sobre mí, aplastando el volante. Acezaba de contento, como si hubiese encontrado la teta perdida de su madre olvidada. Venía herido y tuvo que ser operado por un doctor de perros ese mismo día. Después de aquello, nunca más se alejó de la casa;   hasta el día en que nos dejó para siempre.  Un pedazo de cada uno de nosotros se fue con  él en la madrugada del jueves santo. Viejo y enfermo se acurrucó en la víspera directamente sobre la tierra mal empastada de nuestro jardín. Desde mi óptica humana estaba muy triste. Había pasado todo el día rechazando los alimentos y casi no bebió agua durante toda la jornada. Una herida ponzoñosa sobre su cara se había sumado a su sordera total y a una ceguera parcial que no le impedía reconocernos. Ya no se sostenía en sus patas, las que al menor esfuerzo se le doblaban penosamente como un viejo sin bastón. Tarde en la noche, Laurita, viéndolo acostado en la tierra, lo tomó en brazos, y contra la voluntad de él como pudimos comprobarlo más tarde, lo trasladó al abrigo de su lecho, en el rincón más protegido del patio. Allí lo dejó luego de curarle su herida de la mejilla; con un diagnóstico tan desalentador que acordaron con su hermana Lía, traerle un doctor para que lo ayudara a bien morir el día siguiente. Ellas se acostaron entristecidas por la suerte de su perro, y la noche transcurrió helada y sin estrellas. Yo sabía que Wilber agonizaba, de modo que, apenas me levanté, muy temprano y aún a oscuras, me bastó con correr el visillo de la ventana de la cocina para comprender que, en definitiva, algo había trastornando el orden estelar. No estaba donde lo había dejado mi hija. Un misterioso atavismo lo hizo caminar  en la madrugada hasta el mismo sitio de donde lo había recogido Laurita, la noche anterior, y que había elegido  para morir… ¿cómo lo hizo? De cierto que la muerte tiene sus ritos y misterios aún no develados del comportamiento de las especies. Me hizo sufrir la idea de que murió solo, pero lo intelectualicé como una idea equívoca y ajena a la naturaleza de los animales. Sin embargo, ofuscado, algo insistía en mi mente diciéndome que la soledad de su gesto era una profunda injusticia de la creación. Por algo teníamos con mi perro un entendimiento que superaba la mera articulación psicológica de nuestras voluntades. Me asaltó la  peregrina idea de que si yo lo hubiese adelantado en su desaparición, la criatura me habría llorado como lloran los perros a sus amos. No sé si ladrando en las noches o juntando esos silencios que se arrebujan en los patios de las casas cuando los viejos duermen; esto bastó para que justificara todas mis penosas especulaciones. Le tomé la cabeza y le palpé el cuello. Lo hice con ese cariño que se prodiga a quienes no volveremos a ver; consciente de que su ausencia tardará mucho tiempo en aceptarse, y que de acuerdo a nuestra cultura científica y filosófica, los perritos carecen de asignaciones paradisíacas, y que sus adeenes no les sirven para nada, como nos sirven a nosotros cuando queremos exigir derechos circunstanciales; o que es falso que todos se van al cielo. Pero el dolor de perderlo no se calma con adeenes ni cielos para perritos. Mis hijas me lo confirman a diario cada vez que un recuerdo suyo asoma a nuestra memoria.