HOMENAJE A MATTA 1911-2011
Cenando en
el Crillón.
Original de Gonzalo Ríos A. En versión resumida,
fue acreedora a premio masivo consistente en libro memorial del Museo Nacional de
Bellas Artes en el Centenario de su fundación, 1910-2010.
En un gesto de action
painting, recurrente en estos días, los jóvenes brigadistas pintaban las nieves de la cordillera llenos de
coraje y emoción, entusiasmados con mi presencia. La mayoría ni me conoce, pero
se nota que les han hablado de mí. Unos tratan la nieve con las manos embetunadas, otros lanzan los blancos de
plomo directo desde sus vasijas, pero con tanto talento que, en su homenaje,
guardé un silencio que anoté cuidadosamente en mi libreta de notas. La pintan
blanca porque se la saben de memoria.
Es la segunda vez que
salgo con ellos y me tapan a preguntas. Les digo que somos un ejército de
colores y que debemos sacarle partido al talento. Cada chiquillo se hizo cargo
de un color determinado y yo los llamaba a gritos. ¡Azul! Y no siempre era el
azul que yo deseaba, entonces tenía que usar el verde en vez del azul. En este
trasvasije las banderas rojas salían azules, pero me conformaba, porque les
insuflaba ese humor poético capaz de despertarlos para ver ciertos aspectos; o
necesitaba el rojo y el rojo no estaba a mano y tenía que echarle una puteada.
Lo primero que les dije fue que su habilidad debía ser descubrir las relaciones
que hay en cada cosa y no perder detalle de cuanto fenómeno enturbie el mundo
en que uno vive. Descubrir ese espacio que tiene múltiples manecillas. El
amarillo me preguntó entremedio a qué hora íbamos a comer; y otro me preguntó
del mensaje, y le dije a éste que, si una persona quiere contarnos dónde y cómo
le duelen las relaciones humanas, debe superar el miedo y lo dice no más.
Cuando los
apuraba, recordándoles que iríamos al Crillón, un estallido corto y veleidoso,
salpicó la calle justo debajo de la pintura aún chorreante que declaraba
“venceremos”. Asustados, nos apiñamos en la oscuridad, hasta que de improviso
se apareció una mujer. Es la mamá de Miguel, el más pequeño de los brigadistas.
Viene de la esquina opuesta, por eso no se ha percatado de nada. Le trae un
termo con leche caliente y unos panes amasados con olor a levadura. “Ayer no lo
dejaron pasar en el Crillón” me dijo ella, “no probó bocado hasta que me lo
dejaron en la casa”, agregó en un reproche.
Pero, allí está eso que
se desplaza con sus luces apagadas. Una manchita negra rodeada de hilos
arañescos es toda su subliminal expresión, y les digo a todos que corramos, que
salgamos de allí. Asustada, la mujer agarra a Miguel, y la noche se llena de
luces que se abren como cristales de colores, y nosotros arrugamos el espacio
para alcanzar la luz que se nos escapa de los dedos. Entonces, la madre Tierra
estrujó las aguas calmas de la compasión y las vació en el cráter del volcán
más cercano y lo redujo a una gelatina incandescente de la que floreció una
plaza llena de puntitos amarillos que se besaban y bailaban como luciérnagas;
como abrir el cubo y encontrar la vida.
Finalmente, cruzamos la
ciudad contenidos pero satisfechos. Al momento de llegar al Crillón, la madre
de Miguel no quiso aceptar mi invitación y se quedó parada con su orgullo y con
su termo en la puerta del hotel, en plena calle Agustinas. Algo le dolía en su
afectividad. Podía soportar que su hijo comiera a gusto en ese ambiente de
ricachones, pero nunca sentarse ella en medio de esos señores fruncidos que
parece que huelen caca todo el tiempo. Me imagino que la otra noche Miguel se
retrasó un poco y en la portería un troglodita se vengó de la brigada. Esta vez
estaré atento, con eso basta.
Ellos comieron bajo la mirada despreciativa de un par de
mozos con librea blanca. Lo hacían rápido, en medio del torpe manejo de los
utensilios y el trepidar gástrico de un tragar bárbaro, pero exultaban, y eso yo lo agradecía.