Este artículo fue publicado por primera vez el 7de mayo de 2012 en elquintopoder.cl
En la presentación
de su ensayo “La civilización del espectáculo”, acaecida en el mes de
mayo del 2012, en el instituto Cervantes de Madrid, el premio Nobel, Mario
Vargas Llosa, en una suerte de idealización de la Alta Cultura , y a contrapelo de
la realidad histórica, afirma que su defensa está ligada a la preocupación por
la democracia. Por consiguiente, que la AC “es inseparable de la libertad” y que es
fuente de inconformismo, lo que le permitiría al hombre “defenderse de los
totalitarismos, del sectarismo y de los dogmas”. Tal apreciación del
pensamiento creador a través de las letras y de las artes, que en último
término constituye la Alta Cultura ,
nace del convencimiento del autor de que la cultura “se ha adulterado” y está
invadida por la frivolidad, en lo que hoy se conoce como la Cultura de la Diversión. Por
cierto, no se equivoca, ya que la cultura de la diversión marca un deterioro de
la ética, y un abandono del sueño humanista en pos del hombre integral; y que,
llena de cinismo, se incorpora sin ambages a la fiesta de la banalidad. Sin
embargo, en lo medular, nos interesa aquí desnudar de falacia los argumentos
del insigne escritor peruano que acotan la AC a formas de liberación política y social de
dudosa credibilidad, puesto que toda la Historia del hombre así lo confirma. Dice Vargas
Llosa que “… la violencia está muy presente en nuestra sociedad”, y eso se
puede atribuir al “desplome de la alta cultura”, sin embargo, los porfiados
hechos demuestran lo contrario. La violencia estuvo con el hombre desde siempre
y la alta cultura siempre se originó y se fortaleció con el poder, Se puede
decir que es el resultado del ocio que engendra la riqueza y el bienestar, y al
cual sólo tiene acceso una minoría muy restringida de la sociedad. En el Paraíso terrenal, el hombre perdió la
paz a costa del poder cuando se hizo del conocimiento y un ente ultrarrealista
le ofreció la “libertad” (“ y seréis como dioses” les dijo), anunciando así la
entronización de la violencia y las luchas por el poder que, sin respiro alguno,
serían la constante de las acciones humanas a través de toda la historia de la Humanidad. Para
confirmarlo, basta remitirse a dos etapas históricas trascendentales donde la AC no fue capaz de evitar la
violencia, el saqueo y el abuso de poder, aún a despecho del esfuerzo de
algunos de sus protagonistas por subvertir esa realidad. La primera, en pleno
Siglo de Oro español que, coincidente con el descubrimiento de América y la
consiguiente explotación de sus habitantes, propició la paz interna y el
desarrollo económico de la Metrópoli. Mientras el hombre español descubría y
avasallaba civilizaciones, la AC
se revelaba como un bien sólo disfrutable para los hijos de España mediante el
empobrecimiento y el sometimiento de otras culturas.
El segundo ejemplo lo podemos fijar en pleno siglo XX
durante el colonialismo europeo en África, donde el invasor se resistió a
perder sus dominios a costa de miles y miles de muertos en un afán enfermizo
por sostener los beneficios que ello le significaba, entre ellos una rica y
sofisticada AC, orgullo de los imperialismos europeos. Basta con mencionar el
caso de Francia y Argelia de los tiempos de De Gaulle, que constituyó la más
cruenta y violenta reacción del colonialismo europeo contra una nación de
ultramar. Aunque es cierto que muchos intelectuales abogaron por su liquidación
inmediata, el botín y el significativo desarrollo de sus culturas, eran razones
suficientes para responder a sangre y fuego a
las pretensiones libertarias de las naciones cautivas, demostrando con
esto su incapacidad de sostener la paz y la libertad, y cumpliéndose aquello de
que la AC floreció allí donde el hombre conquistó y
depredó al más débil, incluso, aduciendo
afanes solidarios, palabra clave que pasa por ser hoy, la llave de las
verdaderas transformaciones para alcanzar la libertad. Tampoco se puede olvidar
que cuando la AC
estaba en su cenit y el hombre disfrutaba de su serenidad y se regocijaba de la
paz, sobrevinieron las guerras más sanguinarias de la Historia moderna. Sin ir
muy lejos, en 1937 ocurrieron los brutales e ignominiosos crímenes de Nankín,
en China, a manos del ejército imperial del Japón, una de las culturas más
viejas de la Tierra ;
o la ocurrencia dos años después, de la Segunda Guerra
mundial y su secuela de millones de muertos en la cultísima Europa, y
curiosamente, con las demenciales fantasías wagnerianas del poder que la
desató. Esto demuestra que las observaciones del Premio Nobel no son más que la
expresión de un idealismo exacerbado por su pasión como creador y diletante, ya
que el autor intenta sublimar la AC
tratándola como si fuera un producto al alcance de todos, olvidando su obligado
perfil elitista.
Finalmente, y confirmando el carácter idealista de
sus puntos de vista, el escritor peruano cae en el mismo subjetivismo ilusorio
con que analiza las virtudes de la AC al sostener que, para
contrarrestar el egoísmo y la soledad que crea el Capitalismo, los hombres
deben llevar una vida cultural que llene en plenitud aquel vacío espiritual. Lo
dice como invitando a la evasión, lo que
inevitablemente nos lleva a concluir que se trata de una visión demasiado
condescendiente con la realidad.