Chileno en el Pequod: Al encuentro de un personaje profundo.
Gonzalo Ríos Araneda
Los preparativos del Pequod y las
preocupaciones de Ismael para ser parte de una cacería de ballenas que duraría
casi cuatro años alrededor del mundo, ocurrían en la costa y calles de Bedford,
al sudeste de Florida en el Estado de Massachussetts, cuando se iniciaba la
segunda mitad del siglo XIX. En tanto,
la industria de la caza de ballena era un respetable y pingüe negocio para
hombres ambiciosos, fuertes y decididos. En este escenario que, a partir del
zarpe de la nave, se irá expandiendo en la imaginación de la mano de su narrador,
que oficiosamente nos invita a seguirlo con un “llamadme Ismael”, se
gestará una historia extraordinaria y sorprendente, escrita con dramática
grandiosidad y virtud; y donde aquel nos informa
que su capitán va en busca de una ballena blanca, para vengarse, porque el
cetáceo le amputó su pierna izquierda meses antes, en plena y sangrienta faena
de caza. Tal es la trama de una novela inmensa y controvertida.
Ahab, va decidido en busca de su vendetta,
con lo que entre la tripulación se había creado en torno a ese enorme espécimen
del mar, un verdadero mito, fantástico y aterrador, solo comparable con la
temerosa admiración que los hombres del ballenero sentían por la tozudez casi
despiadada de su capitán.
Luego de una salida llena de
amenazantes presagios, como ese adiós de Elías,
el viejo chiflado, en la despedida del Pequod en el puerto de Bedford:
“Adiós. No os volveré a ver supongo, como no sea el día del juicio final” (Melville,
1960), nos encontramos de lleno en alta mar, desde donde ya podemos informar a
los lectores que aún no la conocen o no la hayan leído, que nos estamos
refiriendo a la novela Moby Dick o la ballena blanca, del escritor
estadounidense Herman Melville, la que fue publicada en 1851, cuando este tenía
32 años. Decirles también, que la obra no gustó a sus amigos, y que la crítica
la habría mirado con desconfianza. Sin embargo, hoy, a pesar de sus
excentricidades editoriales, Moby Dick es considerada una gran novela. Intensa
y extraña novela. Tal vez la más singular, poderosa y bella, aunque no menos
controversial, donde las más de sus páginas, están llenas de esplendor y de
luces. Imposible de pasar inadvertida.
Sorteado este paso de presentación,
ya estamos en condiciones de entrar en materia y apuntar al objetivo que nos
ocupa en relación a esta obra de Melville. Por lo pronto, atenderemos a dos
cuestiones. La primera tiene que ver con las pertinaces digresiones académicas
en torno a los estudios de la ballena con que su autor se afana en medio del relato; y la segunda,
importante, por su trascendencia, porque sacude las
emociones del lector de esta parte del mundo, es encontrarnos entre la
tripulación del ballenero con un chileno. Aunque en ese instante, apenas un esbozo
literario entre los mástiles.
En cuanto al primer asunto, solo nos
limitaremos a especular en las razones que pudieron mover a Melville a incurrir
en esta clase de desvíos de atención, sin hacer declaraciones que, a lo único
que pueden conducir, es a inmiscuirnos en su voluntad soberana, conscientes como estamos de
que, lo que es considerado un fallo, bien
puede y debería aceptarse como un desafío suyo, más rayano en la
innovación que en un error de apreciación estructural. En este sentido, nos parece válida la opinión del escritor inglés Somerset Maugham, quien sostiene que Melville incluyó esas digresiones
sobre las ballenas porque él, como autodidacta, “le concedía una exagerada importancia a
los conocimientos que había adquirido tan penosamente y no pudo
resistir a la tentación de exhibirlos” (Maugham, 1960).
Eso, por una parte, puesto que, también
parece razonable la idea de que se trató de un intento
de Melville por buscar financiamiento pre o post publicación de la novela, lo
que, perfectamente pudo haber acordado con las compañías de la industria
ballenera de la zona de Nantucket, incluidos empresarios, comerciantes y
estudiosos del cetáceo, como una oportunidad para exaltar su misión
y atraer
capitales en beneficio de sus ganancias o sus investigaciones. Aceptando, no
obstante, que se trata de una teoría abusivamente extemporánea; todo un círculo
de emprendimiento analizado a la luz de las comunicaciones del siglo XXI, donde
todo se vende y se intercambia en los mercados. Aunque, es plausible imaginar
el apetito de los grandes inversionistas ante los desafíos y oportunidades de aquella época. No en vano el
aceite de ballena contribuía a iluminar las grandes ciudades del mundo en
ausencia de la electricidad, y la linterna sorda era el utensilio
doméstico más usado en las noches sin luna; más incluso que el refrigerador
familiar que traería el confort definitivo entre los estadounidenses ochenta
años más tarde. Desde esta perspectiva, pensamos que, un hombre en serios
apuros económicos y consciente del valor de sus conocimientos, bien pudo
jugársela por una solución como esa. De cualquier modo, eso nunca lo sabremos,
mientras el propio autor no lo haya consignado en algún documento inédito
escondido en una buhardilla centenaria que, convirtiéndose en un hallazgo
literario histórico, dé cuenta detallada de su propósito.
Ahora, vayamos a la segunda cuestión. La más importante, en cuanto, nosotros, lectores de esta
parte del mundo, al constatar la sorpresiva e inefable presencia de un chileno entre la tripulación del ballenero, nos
llenamos de una suerte de orgullo, en el engreimiento de que se trata de una
entidad reconocible en el mapa de la gran aventura marítima. Pues, bien, todo
esto ocurría luego de que el capitán Ahab reuniera a toda su tripulación en
cubierta para iniciar a sus hombres en el rito de cazar la ballena blanca,
aunque cueste la vida: “¡Ballena muerta, o lancha a pique!” exclamaban
arponeros y marineros excitados por las provocaciones del capitán.
En
medio de la grandiosidad de los ondulantes espacios abiertos, el autor, a través de Ismael que,
en este punto, pareciera narrar en éxtasis, adhiere a la supuesta afinidad de
propósitos que anida en el alma de un chileno que
va a bordo del Pequod, entusiasmado de que su destino y su meta inmediata esté
ligada a la persecución de esa ballena que Ahab, el capitán, le ha transmitido
a su tripulación. “Mira a aquel chileno, resopla de pensar en ella” (Melville,
2015), vocifera Ahab en un momento. Un marinero que, en medio de la humanidad
representada en la cubierta del Pequod, por la diversidad de razas, variedad de
tareas y sentimientos, es exaltado por el capitán, tal si se tratara de un
prójimo a tener en cuenta. Y lo hace sin siquiera apuntarlo por su nombre, sino
recurriendo a su gentilicio, con
la voluntad virtual de acentuar su calidad de personaje secundario y de
planos generales; ante los otros personajes con poder de mando y de encuadres
cercanos, como los Starbuck, los Stubb, los Flask.
Aun
reconociendo que este uso del gentilicio
aplica a otros tripulantes comunes a lo largo de la novela, la diferencia se
destaca en el detalle distintivo de las implicancias semánticas y psicológicas
de la línea que nos ocupa. Quizá si a propósito, Melville, jugando con
simbolismos y alegorías, convirtió, a ese chileno de la cubierta, en un modelo
azaroso, representado en un hombre que nació y se crio en los bordes de la
Tierra, entre el mar Pacífico y la cordillera de los Andes. Algunos dicen que
es un homenaje de Melville a los hombres de esta zona del mundo. Nosotros, que se trató de una
manifestación de su originalidad, por cuanto dibuja la presencia de un hombre
que, apenas nombrado por su nacionalidad, necesariamente sugiere que debe tener
un papel que jugar a título de personaje completo. Precisamente lo que nos
proponemos demostrar en este ensayo.
Lo
más notable es que, Melville, en una sola frase ha creado una suerte de
ambigüedad; esto, tal si el sujeto no fuese a existir más allá de aquella
invocación, creando en paralelo, un suspenso de continuidad solo achacable a un
plan preconcebido del autor. Sin embargo, y como veremos, se trata de un
personaje que cerrará su círculo virtuoso, para sorpresa del lector, en un
momento muy álgido, precisamente en el desenlace de la historia.
Creemos que este hombre no podía tener
otro oficio a bordo del Pequod que no fuera el oficio de remero; en su caso
puntual, el que maneja el llamado remo del arponero de proa, que necesita de un
brazo fuerte y nervudo capaz de exigirle a sus músculos su máximo
esfuerzo. Muy significativo para nosotros,
los chilenos, que nos fundimos en la catástrofe ¿acaso no nacimos nadando contra la corriente en
medio de los desafíos de la naturaleza? ¿¡Y por qué se trata de un remero!?
Porque resoplar es un acto sistemático de tomar y expulsar aire en medio de un
esfuerzo tan constante como el ruido de un
émbolo en acción; y la única tarea de la caza de ballena que propicia esta
forma de esfuerzo, es precisamente, la de remero, y más aún, cuando en la fase
crucial debe colaborar para asegurar la presa con el arpón.
Por tanto, el remero que apuntara
Ahab en el capítulo XXXVI, titulado
El Alcázar, hacía rato venía llamando su atención. Su expresión lo colocaba en un
status de coraje y determinación
coincidentes con la ceremonia que presidía. De hecho, se puede inferir
que lo revelaba como un hombre de acción en primera línea. No se trataba de un
tripulante cualquiera, puesto que sería raro que el capitán imaginara a un
simple marinero resoplando de emoción ante la perspectiva de enfrentar a Moby
Dick. Se puede conjeturar, por tanto, con un alto índice de probabilidad, que
aquel sujeto era uno de ellos, los mismos que enfrentarían a la ballena acusada
de “asesina”, llevando sus lanchas a tiro de arpón.
En
consideración a lo expuesto, Melville no podía hacer desaparecer a este chileno de su historia, luego de identificarlo en cubierta
aquella tarde. Hacerlo habría sido caer en una flagrante desatención, imposible
de concebir en un escritor de su talla. Como dejar cabos sueltos, que, de
cierto, no dejó ninguno, si nos atenemos a nuestra tesis.
Es sabido que, Herman Melville
escribió su obra, inspirado en un acontecimiento sangriento, el desastre del
Essex casi treinta años antes, a dos mil millas náuticas
de la costa occidental de Sudamérica. Desastre que devino en escenas de muerte,
abandono y antropofagia luego de que un terrible cachalote albino embistiera la
nave. Tampoco desconocía la historia de otro cachalote que había sembrado el
terror frente a las costas de Chile, al sur oeste de la actual Octava Región
del Bio-Bio; y que algunos llamaban Mocha Dick, por la isla homónima que
dibujaba el teatro de sus tropelías. También el autor tenía la experiencia de haber navegado
alrededor del Cabo de Hornos y la costa del continente, incluido su arribo al
puerto de Valparaíso siendo grumete del United States en 1843.
Viajero virtuoso, de aguda
observación, Herman Melville se cruzó con las culturas del Pacífico sur, donde
de seguro, se detuvo a estudiarlas con ojo atento. Tal vez se cruzó con algún
vagabundo de los cerros de Valparaíso y aprendiera a reconocer en los de su
clase, a un aventurero de naturaleza tranquila, cazurro, pero aguerrido y audaz
como el que más. De seguro Melville, conocedor de hombres, le habría dado un
papel en cualquier historia de balleneros que hubiera imaginado.
Por consiguiente, y habiendo, por una
parte, dejado insinuada una explicación plausible sobre el famoso tema de las
interrupciones del autor en la línea argumental del texto, con el tema de las
características fisiológicas de la ballena que, tanto han
incomodado a los lectores de Moby Dick; y por la otra, planteado el intento por
reconocer en ese chileno de los resoplidos, un personaje completo, pensado por Melville; ahora
solo queda preguntarnos legítimamente, si aquel volverá a aparecer en escena en algún otro cuadro del resto de
la novela, sea para completar su carácter de personaje, sea para cumplir
un fin diseñado por el escritor, conforme a los presupuestos de nuestra hipótesis. Veamos
entonces.
Requerida una descripción, se trata
de un mundo intenso, real, sublime tan solo por la atmósfera de exaltación que
lo rodea; una vida dotada de caracteres únicos solo discernibles por una elite
muy minoritaria y acotada a una especie de hombres rudos y salvajes, aunque
temerosos de las diabólicas encarnaciones del mal en los confines de la Tierra.
De ello dan cuenta numerosas historias que, de oírlas, estremecieron a muchos
hombres de estirpe marinera en los mares del sur. Una constelación de trabajadores
del océano: primeros pilotos, segundos y contramaestres. Calafates y toneleros
de ribera; herreros y arponeros y grumetes. Corriendo de proa a popa, atentos a
las fuerzas cruzadas del bauprés en medio de las amuradas en barlovento;
asegurando la cofa de trinquete, las drizas y los obenques. Confirmando o descartando
averías en las arboladuras, en la cala y en las quillas. Y recelando de las
cuadernas de estribor y babor, las más expuestas ante un ataque de cetáceo
malhumorado capaz de atisbar la maldad de ese animal de dos piernas y un arpón
que la acechará por horas en medio de un oleaje oceánico.
La tensión sobrecoge los espíritus,
mientras los vigías se renuevan nerviosos desde temprano en sus puestos después
de dos días de angustia. Y los remeros y arponeros acezan de ansiedad. Los
mismos que, cerca del final, descubren a Moby Dick en lontananza, al atardecer,
y apuran sus trabajos para ganarle la mano a la bestia, “porque el siniestro
día del mar termina un día y la mano nocturna corta uno a uno sus dedos hasta
no ser,…” (Neruda, 1955). Esto, debido a tres días de lucha sin
cuartel, con merma trágica para el Pequod en el tercero; cuando el viejo
vengativo saltó al mar acompañado de unos pocos hombres para terminar con la
bestia herida, aunque lejos de rendirse.
En medio de la turbulenta destrucción
de la lancha que conducía a Ahab mientras luchaba contra la ballena, y una
cohorte de tiburones lo seguía; y respondiendo por fin, a las huellas de
nuestro compatriota; ese mismo día, a la misma hora, un remero genérico,
también sin nombre, moría fiel a su capitán en el mismo escenario. En la
refriega, Ahab fue alcanzado en el cuello por la corredera de cables de su
propio arpón y arrastró al remero que desapareció bajo las aguas, mientras él
perecía estrangulado.
Tal como los dioses y diosas del Olimpo invisibilizaban a sus protegidos
con un manto que los ocultaban de los demás, así, Melville hizo con el chileno, haciéndolo pasar
inadvertido para los lectores desde el rito de iniciación hasta el día del
juicio. Es apropiado enfatizar: inadvertido, que no ausente.
La profundidad y riqueza conceptual
del pensamiento de Melville, pudo entonces, hacer realidad este juego con la
muerte binaria de unas conciencias que venían de algún modo oculto, unidas por
la fatalidad. Desde luego, se hubiera esperado que el autor de Moby Dick hubiese escogido al
oficial Starbuck como compañero de ruta en el trance de la muerte, por el
sentido escénico que conllevaría el contraste
entre ambos: la impulsividad vengativa de Ahab con la sensatez y ánimo de
contención de Starbuck. Pero
lo habría desechado, porque, si bien, eran dos almas en conflicto, ambos
estaban contaminados por el poder, los prejuicios y la impiedad de su oficio, lo
que habría debilitado el efecto que aquel pareciera haber buscado con ahínco. En
cambio, al elegir al remero de proa, un hombre común, no contaminado, cuyo único poder era su vigor físico y su amor frenético por la
aventura, se completaba armoniosamente, el ciclo del chileno
como personaje concreto; por otra parte, contribuía a enriquecer los tonos
dramáticos de la tragedia, alcanzando hitos de apoteósica singularidad.
Recordemos, por último, cuando Ahab, al grito de ¡avante! en medio del
desastre, exige a sus hombres acometer contra el cetáceo, y pide a los remeros no se preocupen por los
mordiscos con que los tiburones van convirtiendo en astillas las palas de sus
remos. En ese instante, uno de ellos le habla respetuosamente y le hace ver que
cada vez estas se van haciendo más pequeñas. Sus palabras resuenan extrañamente
como un preludio de la
despedida ¡Un clic que desata las amarras de un puente! Permítasenos
manifestar, entonces, la tentación de atribuírselas sin más a nuestro compatriota. Esto, por la
cercanía psicológica creada entre ambos y por la admiración soterrada que se habrían profesado en el largo camino del deber.
Una verdadera conjunción de hechos que nos permiten pensar que el
escritor cerró su novela con un cuadro hábilmente meditado, consciente de que
daba sentido a sus silencios. Tal cual suponemos que eran los planes de su autor. El capitán,
motejado de loco por algunos, fue seguido en la hora póstuma por el chileno corajudo, en tanto,
un tercer personaje, completaba una tríada que, encabezada por Ismael, revelaba
los trágicos símbolos del destino. Una escena que invita a pensar que Melville era
capaz de crear artificios donde otros eran incapaces de comprender.
Llegados a este punto, podemos sostener que el
entusiasmo que le habría producido al capitán Ahab la presencia de aquel remero,
oriundo de Chile, en la cubierta del Pequod, hizo que Melville, como conductor
de almas, lo llevara hasta el extremo de retrasar su regreso a escena en el
guión de la novela, con el fin de hacerlo culminar en la catarsis de la
tragedia, solución estética que no tiene nada de extravagante ni raro en él, si
acusamos conocimiento de una propensión suya a la admiración del porte
masculino, recurrente en algunas expresiones públicas y en su propia obra;
cuestión en la que, sin embargo, siempre
prevaleció su sentido moral sobre todo lo demás (Maugham, 1960). Lo
sugiere su amistad con el marinero inglés Jack Chase, a quien dedicara, casi 50
años después, su novela póstuma titulada Billy Budd (Melville, 2010), concluida
apenas tres meses antes de su muerte.
Apreciado lector, ya lo sabes o lo debes haber
adivinado, solo se salvó Ismael, porque la lógica del
desenlace le tenía reservado llevar la historia de Moby Dick y el capitán Ahab,
a todos los rincones de la Tierra, hasta que el tiempo perdurable lo
consintiera. Estaba a punto de ahogarse cuando logró ocupar por unos segundos,
el lugar que dejó el último remero de proa al ser golpeado y arrastrado por los
cables que ahogaban a Ahab. Allí, el narrador se aferró a lo que quedaba del
asiento, hasta que se encontró con la caja de madera flotante, en la que se
acostó a modo de ataúd, mientras los restos del Pequod se hundían en “el
gran sudario del mar”.
Obras citadas.
Maugham, Somerset, Diez novelas y sus autores,
editorial Plaza & Janes, Barcelona, España 1960, 216.
Maugham Somerset, Diez novelas y sus autores,
editorial Plaza y Janes, Barcelona, España, 1960, 207.
Melville, Herman, Moby Dick, editorial Juventud S.
A., Barcelona, España, 2015, 142.
Melville, Herman, Moby Dick, editorial Juventud
S.A., Barcelona, España, 2015, 219.
Melville, Herman, Billy Budd, marinero, editorial
Losada, S. A., Buenos Aires, Argentina, 2010, 19.
Neruda, Pablo, Canto General, Tomo I, Llega al
Pacífico, Editorial Losada, Buenos Aires, Argentina, 1955, 62.