La Patata Tórrida


¿PUEDE HABER EN EL MUNDO ALGO MÁS DESPRECIABLE QUE LA ELOCUENCIA DE UN HOMBRE QUE NO DICE LA VERDAD?
Thomas Carlyle


Arriendo Departamentos en Valparaiso

lunes, 2 de octubre de 2023

 


Folia mortua *

 




Se trata de las hojas muertas

esparcidas en el suelo como metáforas del ser;

detritus vegetal de las conspicuas ciudades del planeta

y víctimas azarosas del discurrir, cuando barren sus despojos;

huellas desconsoladas de la historia humana

desnudada por el viento.


Son las hojas viejas que tapizan de melancolía

los espacios hibernales del hombre;

en los bancos de las plazas, en los patios,

en las veredas de las casas que habitamos;

en las calles que transitan apenas los abuelos,

ellos y ellas en el frío.

 

Sustrato de la existencia,

remedo metafísico;

aliento medieval de los juglares muertos,

y lectura obligada de los contemplativos

que las siguen ahítos de nostalgia,

temerosos de perderlas para siempre

en los desagües calle abajo.

 

Empero, se dice que, las hojas muertas,

recogidas y cosidas a mano por los editores del tiempo,

se conservan en mamotretos murmurantes del pasado

–el secreto mejor guardado en las alcaldías del mundo–,

donde poetas y filósofos transmigran en sus líneas;

mientras los amantes las hollan bajo la lluvia,

en el crepitar sordo de un amor desordenado.








miércoles, 19 de abril de 2023

 

Chileno en el Pequod:  Al encuentro de un personaje profundo.

Gonzalo Ríos Araneda




Los preparativos del Pequod y las preocupaciones de Ismael para ser parte de una cacería de ballenas que duraría casi cuatro años alrededor del mundo, ocurrían en la costa y calles de Bedford, al sudeste de Florida en el Estado de Massachussetts, cuando se iniciaba la segunda mitad del siglo XIX.  En tanto, la industria de la caza de ballena era un respetable y pingüe negocio para hombres ambiciosos, fuertes y decididos. En este escenario que, a partir del zarpe de la nave, se irá expandiendo en la imaginación de la mano de su narrador, que oficiosamente nos invita a seguirlo con un “llamadme Ismael”, se gestará una historia extraordinaria y sorprendente, escrita con dramática grandiosidad y virtud; y donde aquel nos informa que su capitán va en busca de una ballena blanca, para vengarse, porque el cetáceo le amputó su pierna izquierda meses antes, en plena y sangrienta faena de caza. Tal es la trama de una novela inmensa y controvertida.

Ahab, va decidido en busca de su vendetta, con lo que entre la tripulación se había creado en torno a ese enorme espécimen del mar, un verdadero mito, fantástico y aterrador, solo comparable con la temerosa admiración que los hombres del ballenero sentían por la tozudez casi despiadada de su capitán.

Luego de una salida llena de amenazantes presagios, como ese adiós de Elías, el viejo chiflado, en la despedida del Pequod en el puerto de Bedford: “Adiós. No os volveré a ver supongo, como no sea el día del juicio final” (Melville, 1960), nos encontramos de lleno en alta mar, desde donde ya podemos informar a los lectores que aún no la conocen o no la hayan leído, que nos estamos refiriendo a la novela Moby Dick o la ballena blanca, del escritor estadounidense Herman Melville, la que fue publicada en 1851, cuando este tenía 32 años. Decirles también, que la obra no gustó a sus amigos, y que la crítica la habría mirado con desconfianza. Sin embargo, hoy, a pesar de sus excentricidades editoriales, Moby Dick es considerada una gran novela. Intensa y extraña novela. Tal vez la más singular, poderosa y bella, aunque no menos controversial, donde las más de sus páginas, están llenas de esplendor y de luces. Imposible de pasar inadvertida.

Sorteado este paso de presentación, ya estamos en condiciones de entrar en materia y apuntar al objetivo que nos ocupa en relación a esta obra de Melville. Por lo pronto, atenderemos a dos cuestiones. La primera tiene que ver con las pertinaces digresiones académicas en torno a los estudios de la ballena con que su autor se afana en medio del relato; y la segunda, importante, por su trascendencia, porque sacude las emociones del lector de esta parte del mundo, es encontrarnos entre la tripulación del ballenero con un chileno. Aunque en ese instante, apenas un esbozo literario entre los mástiles.  

En cuanto al primer asunto, solo nos limitaremos a especular en las razones que pudieron mover a Melville a incurrir en esta clase de desvíos de atención, sin hacer declaraciones que, a lo único que pueden conducir, es a inmiscuirnos en su voluntad soberana, conscientes como estamos de que, lo que es considerado un fallo, bien   puede y debería aceptarse como un desafío suyo, más rayano en la innovación que en un error de apreciación estructural. En este sentido, nos parece válida la opinión del escritor inglés Somerset Maugham, quien sostiene que Melville incluyó esas digresiones sobre las ballenas porque él, como autodidacta, “le concedía una exagerada importancia a los conocimientos que había adquirido tan penosamente y no pudo resistir a la tentación de exhibirlos” (Maugham, 1960).

Eso, por una parte, puesto que, también parece razonable la idea de que se trató de un intento de Melville por buscar financiamiento pre o post publicación de la novela, lo que, perfectamente pudo haber acordado con las compañías de la industria ballenera de la zona de Nantucket, incluidos empresarios, comerciantes y estudiosos del cetáceo, como una oportunidad para exaltar su misión y atraer capitales en beneficio de sus ganancias o sus investigaciones. Aceptando, no obstante, que se trata de una teoría abusivamente extemporánea; todo un círculo de emprendimiento analizado a la luz de las comunicaciones del siglo XXI, donde todo se vende y se intercambia en los mercados. Aunque, es plausible imaginar el apetito de los grandes inversionistas ante los desafíos y oportunidades de aquella época. No en vano el aceite de ballena contribuía a iluminar las grandes ciudades del mundo en ausencia de la electricidad, y la linterna sorda era el utensilio doméstico más usado en las noches sin luna; más incluso que el refrigerador familiar que traería el confort definitivo entre los estadounidenses ochenta años más tarde. Desde esta perspectiva, pensamos que, un hombre en serios apuros económicos y consciente del valor de sus conocimientos, bien pudo jugársela por una solución como esa. De cualquier modo, eso nunca lo sabremos, mientras el propio autor no lo haya consignado en algún documento inédito escondido en una buhardilla centenaria que, convirtiéndose en un hallazgo literario histórico, dé cuenta detallada de su propósito.

Ahora, vayamos a la segunda cuestión. La más importante, en cuanto, nosotros, lectores de esta parte del mundo, al constatar la sorpresiva e inefable presencia de un chileno entre la tripulación del ballenero, nos llenamos de una suerte de orgullo, en el engreimiento de que se trata de una entidad reconocible en el mapa de la gran aventura marítima. Pues, bien, todo esto ocurría luego de que el capitán Ahab reuniera a toda su tripulación en cubierta para iniciar a sus hombres en el rito de cazar la ballena blanca, aunque cueste la vida: “¡Ballena muerta, o lancha a pique!” exclamaban arponeros y marineros excitados por las provocaciones del capitán.  

En medio de la grandiosidad de los ondulantes espacios abiertos, el autor, a través de Ismael que, en este punto, pareciera narrar en éxtasis, adhiere a la supuesta afinidad de propósitos que anida en el alma de un chileno que va a bordo del Pequod, entusiasmado de que su destino y su meta inmediata esté ligada a la persecución de esa ballena que Ahab, el capitán, le ha transmitido a su tripulación. “Mira a aquel chileno, resopla de pensar en ella” (Melville, 2015), vocifera Ahab en un momento. Un marinero que, en medio de la humanidad representada en la cubierta del Pequod, por la diversidad de razas, variedad de tareas y sentimientos, es exaltado por el capitán, tal si se tratara de un prójimo a tener en cuenta. Y lo hace sin siquiera apuntarlo por su nombre, sino recurriendo a su gentilicio, con la voluntad virtual de acentuar su calidad de personaje secundario y de planos generales; ante los otros personajes con poder de mando y de encuadres cercanos, como los Starbuck, los Stubb, los Flask.

Aun reconociendo que este uso del gentilicio aplica a otros tripulantes comunes a lo largo de la novela, la diferencia se destaca en el detalle distintivo de las implicancias semánticas y psicológicas de la línea que nos ocupa. Quizá si a propósito, Melville, jugando con simbolismos y alegorías, convirtió, a ese chileno de la cubierta, en un modelo azaroso, representado en un hombre que nació y se crio en los bordes de la Tierra, entre el mar Pacífico y la cordillera de los Andes. Algunos dicen que es un homenaje de Melville a los hombres de esta zona del mundo. Nosotros, que se trató de una manifestación de su originalidad, por cuanto dibuja la presencia de un hombre que, apenas nombrado por su nacionalidad, necesariamente sugiere que debe tener un papel que jugar a título de personaje completo. Precisamente lo que nos proponemos demostrar en este ensayo.

Lo más notable es que, Melville, en una sola frase ha creado una suerte de ambigüedad; esto, tal si el sujeto no fuese a existir más allá de aquella invocación, creando en paralelo, un suspenso de continuidad solo achacable a un plan preconcebido del autor.  Sin embargo, y como veremos, se trata de un personaje que cerrará su círculo virtuoso, para sorpresa del lector, en un momento muy álgido, precisamente en el desenlace de la historia. 

Creemos que este hombre no podía tener otro oficio a bordo del Pequod que no fuera el oficio de remero; en su caso puntual, el que maneja el llamado remo del arponero de proa, que necesita de un brazo fuerte y nervudo capaz de exigirle a sus músculos su máximo esfuerzo.  Muy significativo para nosotros, los chilenos, que nos fundimos en la catástrofe ¿acaso no nacimos nadando contra la corriente en medio de los desafíos de la naturaleza? ¿¡Y por qué se trata de un remero!? Porque resoplar es un acto sistemático de tomar y expulsar aire en medio de un esfuerzo tan constante como el ruido de un émbolo en acción; y la única tarea de la caza de ballena que propicia esta forma de esfuerzo, es precisamente, la de remero, y más aún, cuando en la fase crucial debe colaborar para asegurar la presa con el arpón.

Por tanto, el remero que apuntara Ahab en el capítulo XXXVI, titulado El Alcázar, hacía rato venía llamando su atención. Su expresión lo colocaba en un status de coraje y determinación coincidentes con la ceremonia que presidía. De hecho, se puede inferir que lo revelaba como un hombre de acción en primera línea. No se trataba de un tripulante cualquiera, puesto que sería raro que el capitán imaginara a un simple marinero resoplando de emoción ante la perspectiva de enfrentar a Moby Dick. Se puede conjeturar, por tanto, con un alto índice de probabilidad, que aquel sujeto era uno de ellos, los mismos que enfrentarían a la ballena acusada de “asesina”, llevando sus lanchas a tiro de arpón.

En consideración a lo expuesto, Melville no podía hacer desaparecer a este chileno de su historia, luego de identificarlo en cubierta aquella tarde. Hacerlo habría sido caer en una flagrante desatención, imposible de concebir en un escritor de su talla. Como dejar cabos sueltos, que, de cierto, no dejó ninguno, si nos atenemos a nuestra tesis.

Es sabido que, Herman Melville escribió su obra, inspirado en un acontecimiento sangriento, el desastre del Essex casi treinta años antes, a dos mil millas náuticas[1] de la costa occidental de Sudamérica. Desastre que devino en escenas de muerte, abandono y antropofagia luego de que un terrible cachalote albino embistiera la nave. Tampoco desconocía la historia de otro cachalote que había sembrado el terror frente a las costas de Chile, al sur oeste de la actual Octava Región del Bio-Bio; y que algunos llamaban Mocha Dick, por la isla homónima que dibujaba el teatro de sus tropelías. También el autor tenía la experiencia de haber navegado alrededor del Cabo de Hornos y la costa del continente, incluido su arribo al puerto de Valparaíso siendo grumete del United States en 1843.

Viajero virtuoso, de aguda observación, Herman Melville se cruzó con las culturas del Pacífico sur, donde de seguro, se detuvo a estudiarlas con ojo atento. Tal vez se cruzó con algún vagabundo de los cerros de Valparaíso y aprendiera a reconocer en los de su clase, a un aventurero de naturaleza tranquila, cazurro, pero aguerrido y audaz como el que más. De seguro Melville, conocedor de hombres, le habría dado un papel en cualquier historia de balleneros que hubiera imaginado.

Por consiguiente, y habiendo, por una parte, dejado insinuada una explicación plausible sobre el famoso tema de las interrupciones del autor en la línea argumental del texto, con el tema de las características fisiológicas de la ballena que, tanto han incomodado a los lectores de Moby Dick; y por la otra, planteado el intento por reconocer en ese chileno de los resoplidos, un personaje completo, pensado por Melville; ahora solo queda preguntarnos legítimamente, si aquel volverá a aparecer en escena en algún otro cuadro del resto de la novela, sea para completar su carácter de personaje, sea para cumplir un fin diseñado por el escritor, conforme a los presupuestos de nuestra  hipótesis. Veamos entonces.

Requerida una descripción, se trata de un mundo intenso, real, sublime tan solo por la atmósfera de exaltación que lo rodea; una vida dotada de caracteres únicos solo discernibles por una elite muy minoritaria y acotada a una especie de hombres rudos y salvajes, aunque temerosos de las diabólicas encarnaciones del mal en los confines de la Tierra. De ello dan cuenta numerosas historias que, de oírlas, estremecieron a muchos hombres de estirpe marinera en los mares del sur. Una constelación de trabajadores del océano: primeros pilotos, segundos y contramaestres. Calafates y toneleros de ribera; herreros y arponeros y grumetes. Corriendo de proa a popa, atentos a las fuerzas cruzadas del bauprés en medio de las amuradas en barlovento; asegurando la cofa de trinquete, las drizas y los obenques. Confirmando o descartando averías en las arboladuras, en la cala y en las quillas. Y recelando de las cuadernas de estribor y babor, las más expuestas ante un ataque de cetáceo malhumorado capaz de atisbar la maldad de ese animal de dos piernas y un arpón que la acechará por horas en medio de un oleaje oceánico.

La tensión sobrecoge los espíritus, mientras los vigías se renuevan nerviosos desde temprano en sus puestos después de dos días de angustia. Y los remeros y arponeros acezan de ansiedad. Los mismos que, cerca del final, descubren a Moby Dick en lontananza, al atardecer, y apuran sus trabajos para ganarle la mano a la bestia, “porque el siniestro día del mar termina un día y la mano nocturna corta uno a uno sus dedos hasta no ser,…” (Neruda, 1955). Esto, debido a tres días de lucha sin cuartel, con merma trágica para el Pequod en el tercero; cuando el viejo vengativo saltó al mar acompañado de unos pocos hombres para terminar con la bestia herida, aunque lejos de rendirse.

En medio de la turbulenta destrucción de la lancha que conducía a Ahab mientras luchaba contra la ballena, y una cohorte de tiburones lo seguía; y respondiendo por fin, a las huellas de nuestro compatriota; ese mismo día, a la misma hora, un remero genérico, también sin nombre, moría fiel a su capitán en el mismo escenario. En la refriega, Ahab fue alcanzado en el cuello por la corredera de cables de su propio arpón y arrastró al remero que desapareció bajo las aguas, mientras él perecía estrangulado.

Tal como los dioses y diosas del Olimpo invisibilizaban a sus protegidos con un manto que los ocultaban de los demás, así, Melville hizo con el chileno, haciéndolo pasar inadvertido para los lectores desde el rito de iniciación hasta el día del juicio. Es apropiado enfatizar: inadvertido, que no ausente.

La profundidad y riqueza conceptual del pensamiento de Melville, pudo entonces, hacer realidad este juego con la muerte binaria de unas conciencias que venían de algún modo oculto, unidas por la fatalidad. Desde luego, se hubiera esperado que el autor de Moby Dick hubiese escogido al oficial Starbuck como compañero de ruta en el trance de la muerte, por el sentido escénico que conllevaría el contraste entre ambos: la impulsividad vengativa de Ahab con la sensatez y ánimo de contención de Starbuck. Pero lo habría desechado, porque, si bien, eran dos almas en conflicto, ambos estaban contaminados por el poder, los prejuicios y la impiedad de su oficio, lo que habría debilitado el efecto que aquel pareciera haber buscado con ahínco. En cambio, al elegir al remero de proa, un hombre común, no contaminado, cuyo único poder era su vigor físico y su amor frenético por la aventura, se completaba armoniosamente, el ciclo del chileno como personaje concreto; por otra parte, contribuía a enriquecer los tonos dramáticos de la tragedia, alcanzando hitos de apoteósica singularidad.

Recordemos, por último, cuando Ahab, al grito de ¡avante! en medio del desastre, exige a sus hombres acometer contra el cetáceo, y pide a los remeros no se preocupen por los mordiscos con que los tiburones van convirtiendo en astillas las palas de sus remos. En ese instante, uno de ellos le habla respetuosamente y le hace ver que cada vez estas se van haciendo más pequeñas. Sus palabras resuenan extrañamente como un preludio de la despedida ¡Un clic que desata las amarras de un puente! Permítasenos manifestar, entonces, la tentación de atribuírselas sin más a nuestro compatriota. Esto, por la cercanía psicológica creada entre ambos y por la admiración soterrada que se habrían profesado en el largo camino del deber.

Una verdadera conjunción de hechos que nos permiten pensar que el escritor cerró su novela con un cuadro hábilmente meditado, consciente de que daba sentido a sus silencios. Tal cual suponemos que eran los planes de su autor. El capitán, motejado de loco por algunos, fue seguido en la hora póstuma por el chileno corajudo, en tanto, un tercer personaje, completaba una tríada que, encabezada por Ismael, revelaba los trágicos símbolos del destino. Una escena que invita a pensar que Melville era capaz de crear artificios donde otros eran incapaces de comprender.

Llegados a este punto, podemos sostener que el entusiasmo que le habría producido al capitán Ahab la presencia de aquel remero, oriundo de Chile, en la cubierta del Pequod, hizo que Melville, como conductor de almas, lo llevara hasta el extremo de retrasar su regreso a escena en el guión de la novela, con el fin de hacerlo culminar en la catarsis de la tragedia, solución estética que no tiene nada de extravagante ni raro en él, si acusamos conocimiento de una propensión suya a la admiración del porte masculino, recurrente en algunas expresiones públicas y en su propia obra; cuestión  en la que, sin embargo, siempre prevaleció su sentido moral sobre todo lo demás (Maugham, 1960). Lo sugiere su amistad con el marinero inglés Jack Chase, a quien dedicara, casi 50 años después, su novela póstuma titulada Billy Budd (Melville, 2010), concluida apenas tres meses antes de su muerte.

Apreciado lector, ya lo sabes o lo debes haber adivinado, solo se salvó Ismael, porque la lógica del desenlace le tenía reservado llevar la historia de Moby Dick y el capitán Ahab, a todos los rincones de la Tierra, hasta que el tiempo perdurable lo consintiera. Estaba a punto de ahogarse cuando logró ocupar por unos segundos, el lugar que dejó el último remero de proa al ser golpeado y arrastrado por los cables que ahogaban a Ahab. Allí, el narrador se aferró a lo que quedaba del asiento, hasta que se encontró con la caja de madera flotante, en la que se acostó a modo de ataúd, mientras los restos del Pequod se hundían en “el gran sudario del mar”.


Obras citadas.

Maugham, Somerset, Diez novelas y sus autores, editorial Plaza & Janes, Barcelona, España 1960, 216.

Maugham Somerset, Diez novelas y sus autores, editorial Plaza y Janes, Barcelona, España, 1960, 207.

Melville, Herman, Moby Dick, editorial Juventud S. A., Barcelona, España, 2015, 142.

Melville, Herman, Moby Dick, editorial Juventud S.A., Barcelona, España, 2015, 219.

Melville, Herman, Billy Budd, marinero, editorial Losada, S. A., Buenos Aires, Argentina, 2010, 19.

Neruda, Pablo, Canto General, Tomo I, Llega al Pacífico, Editorial Losada, Buenos Aires, Argentina, 1955, 62.

 

 



[1] 3.700 kilómetros.

miércoles, 11 de agosto de 2021

 

El Misterio del Aposentador, 15 Narraciones de Pintura Ficción 

 

Gonzalo Ríos Araneda


https://www.amazon.com/Mystery-Chamberlain-Tales-Fiction-Painting-ebook/dp/B0979SNFZP/ref=sr_1_8?dchild=1&keywords=scott%20spanbauer&qid=1628114714&sr=8-8&fbclid=IwAR3NpJtNS8OwtPB8a3262H7rDOB2BZVlkxsg8dhKbDAgXH-awUvJU3_5-lc

Ahora en  versión inglesa, como The Mistery of the Chamberlain, traducido del español por el profesor de la Universidad de Colorado, Boulder, USA., Scott Spanbauer. 

Un mosaico narrativo global, desde el hombre de las cavernas hasta el hombre moderno. La historia emocional, psicológica e ideológica que acompañó la creación de algunas de las más grandes obras pictóricas del genio humano. Una galería de relatos de auténtica singularidad.

Búscalo en Librerías Antártica. También en Amazon, de Chile y Estados Unidos. 


domingo, 3 de enero de 2021

 

PINACOTECA PERSONAL



Payaso triste, óleo sobre madera, 1972, Gonzalo Ríos A.

miércoles, 27 de marzo de 2019






Por La Premura Olvidada, 2019


                                                     



miércoles, 29 de agosto de 2018

Novela: El Sollozo de la Gárgola


El sollozo de la gárgola. La odisea de la Pólux XXVII, de Gonzalo Ríos Araneda 
Editorial Forja, 2018. 298 págs.
Por José Petermann Oliva


Espacio literario Ilustre Municipalidad de Ñuñoa, 26 de julio de 2018

Espacio Literario Ilustre Municipalidad de Ñuñoa, 26 de julio de 2018
Regreso a este acogedor lugar de letras y cultura para presentar una singular novela… 
El Sollozo de la gárgola es la invitación a descubrir el misterioso mundo de Tanaria.  Un narrador omnisciente décimonónico con absoluto dominio del tiempo, nos invita a compartir el asombro de Robinson Balboa, Helena, Tomás, Sam y Eco enfrentados al sorprendente planeta Tanaria. ¿Cómo lo hace? Progresivamente, develando en secuencias alternadas las peripecias de los protagonistas en un entramado que crea un atractivo suspenso hitchcockiano. Un muy cuidado lenguaje en el léxico y la sintaxis nos permite ingresar y comprender la mente y las acciones de los náufragos catapultados por el mar a un mundo desconocido. La estética literaria se enriquece con figuras donde prevalece la comparación, la personificación y la metáfora.
Leo: “El relieve de la costa se bamboleaba burlón en las retinas de los náufragos”, o “un sol empezaba a levantarse por el oriente con la promesa de envolverlos en su exultante calidez” o “Helena se deslizaba como una pantera herida…” o “Un brillo latía en el borde redondo de una canaleta antigua  que culminaba en una fea gárgola que se asomaba impúdica, como descolgándose sobre la calle”.
El narrador nos introduce a un asfixiante mundo orwelliano, cuya población es sometida a un bombardeo psicológico manejado por una autoridad misteriosa que fundamenta la felicidad en tres conceptos: deber, orden y seguridad, que practica la intolerancia y el racismo, y cuyo propósito es eliminar todo vestigio de vida reproductiva. Como en Farenheit 451, los libros son prohibidos y eliminados. Como en 1984, el gobierno posee el control absoluto, tergiversa la realidad, anuncia invasiones inexistentes y la policía reprime cualquier desacato. El viejo doctor Escalo Salanio, propietario de una industria de gomas de mascar, es el personaje rebelde que sueña con ser apoderado de un menor y recurre al foráneo Robinson Balboa para que fecunde a su esposa. En la voz del doctor Salanio parece manifestarse el mensaje de la novela: “la diversidad debe asumirse naturalmente, el color de la piel no define la calidad de las personas”.
¿Qué es el sollozo de la gárgola? Es la luz en la penumbra: en una esquina sombría y húmeda, el pequeño Tomás, extenuado y sediento, descubre un brillo en la horrible  y grotesca imagen de la gárgola, apéndice de una antiquísima canaleta. La pétrea  figura acoge en su frío regazo  al desprotegido, es la bestia de dulce corazón que ofrece refugio y solloza emocionada. Dice el narrador:
“Un tenue chorro de agua se escurría uniforme por las fauces desgastadas del monstruo.
―Tomás, puedes beber tranquilo. (…) Bebe todo lo que puedas.
―Gracias―contestó Tomás; y cuidándose de no agregar nada más, se empinó a la altura de las fauces del monstruo y volvió a lamer el precioso elemento, mientras una brisa que bajó de lo alto se encargaba de inventar un silbo extraño y agudo al mezclarse con los sorbos ansiosos del niño. (…) Inquieto, miró a su alrededor en busca de algún refugio, pero solo la gárgola parecía ofrecerle su regazo. A pesar del temor que le infundía, se acurrucó debajo de su ancho vientre de piedra, y cuando cerró los ojos en busca del descanso, el ruido de las aguas cansadas de la bestia escurriéndose por sus entrañas de piedra se apoderó de la noche”.
Tanaria es el azaroso destino de los personajes provenientes de Lantania, civilización compuesta por los sobrevivientes terrícolas que escaparon del exterminio del planeta en el siglo veintidós. Helena, miembro ejecutivo del  proyecto de recuperación de la Tierra, encabeza la misión de regresar a un planeta sin contaminación. El narrador nos informa que las diferencias culturales y religiosas y el maltrato a la naturaleza provocaron el colapso. Los aciagos defectos humanos fueron el motivo del caos y la desintegración: la soberbia, el orgullo, el narcisismo, el desprecio por el otro y la venganza. Finalmente el asteroide Atatut completó la destrucción.
Tanaria posee rasgos propios de una utopía, como por ejemplo, una semana laboral de menos de tres días de trabajo de un total de siete, como la existencia del horicensor, “un aparato cibernético que se desplazaba a gran velocidad sobre la playa, produciendo en los usuarios algunos beneficios antiestress”, o las “plataformas de irrigación de plasma sintético, una rutina de enriquecimiento muscular” …aunque aún no habían descubierto un remedio para el resfrío… Pero la constante sensación de acoso asfixiante a través de una legión de clones a cargo del servicio policial, la inexistencia de auténtica vida animal y la odiosidad hacia el extranjero, convierten al mundo de Tanaria en una antiutopía.
El sollozo de la gárgola es una novela de ciencia ficción, una aventura con claros referentes literarios, los mismos que el doctor Escalo Salanio rescata de un “escrutinio” como en el Quijote, no obstante la prohibición gubernamental: Viaje a la luna de Verne, Crónicas marcianas de Bradbury y Viaje fantástico de Asimov.
La novela nos regala prístinos mensajes de amor a la vida, a la diversidad y a los valores de respeto y solidaridad, como fundamento de actitudes humanas. La novela nos regala una valiosa historia que conviene recorrer.
José Petermann Oliva.

26 de julio de 2018.
Proyecto Patrimonio Año 2018
A Página Principal
 | A Archivo de Autores |
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
El sollozo de la gárgola. La odisea de la Pólux XXVII, de Gonzalo Ríos Araneda
Editorial Forja, 2018. 298 págs.
Por José Petermann Oliva

Una novela en que todo se anuda inteligentemente; un relato ameno, cuya historia trasciende hacia el mañana. Una excelente novela, distópica, la odisea del futuro, desde el éxodo de la Humanidad.

José Miguel Ruiz, julio 26 de 2018
Editorial Forja

viernes, 30 de octubre de 2015

El Misterio del Aposentador


Gonzalo Ríos Araneda


Un verdadero mosaico narrativo global, desde el hombre de las cavernas hasta el hombre moderno de todo el siglo XX. 15 narraciones de Pintura Ficción. Está en librerías Antártica, Manantiales, Feria Chilena del Libro, Concepción y Viña del Mar.


Un comentario sobre El Misterio del Aposentador, 10 narraciones de pintura-ficción.


Del poeta popular de Melipilla, don Ulises Mora Ortiz con ocasión de un intercambio epistolar con la ex gobernadora de la Provincia de Melipilla, señora Cristina Soto Mesina en octubre de 2016.


Octubre  2016
Señora Gobernadora Cristina Soto Mesina
Al final llegó a mis manos el libro esperado. Me lo había prometido la señora Cristina Soto, Gobernadora de la Provincia de Melipilla.
Ella me dijo:-Quiero que lo leas y me des tu opinión… Y yo esperaba un libro de poesía, quizás en rimas, un poco a la antigua, con algunas reminiscencias campesinas, y me encuentro con un texto maravilloso de cuentos muy elevados, y que le da al lector unas buenas pinceladas de sabiduría; donde los colores, como tema principal, van entintando los senderos de una narrativa culta, exquisita y tan bien construida que, aunque elevada como digo, resulta fácil de digerir.
Aquí, el autor don Gonzalo Ríos Araneda nos muestra una imagen suya, que no es tan diferente a los demás que escriben, pero se denota su clase, su vocación consagrada. Para mí más que todo, descubrí a un maestro, que me habla no solo de afamados pintores y de genealogías como en el texto principal, que le da el nombre al libro, sino que me enseña que los personajes de un cuento tienen que tener vida y él como los grandes, sí que sabe dársela.
Qué más puedo decir, si no tengo más palabras. Yo sólo soy un simple poeta popular sin ninguna pretensión, y lo único que me queda es darles las gracias a la señora Gobernadora y al maestro don Gonzalo Ríos Araneda. Muchas, muchas gracias.

Ulises Mora Ortiz
Poeta popular de Melipilla




De El Misterio del Aposentador: “… una narrativa excelente, didáctica, entretenida y documentada. Manejo del "suspense", riqueza de léxico; maestría analógica; envidiable impresión, psicológica y temporal, en el análisis de cada obra expuesta; aparte del profundo conocimiento, en lo estilístico, de cada autor”.

Juan Pablo O´Ryan, noviembre de 2015.


Comentario de un amigo escritor colombiano (Jairo Tangarife Cardona, QEPD) antes de que fuera publicado El misterio del aposentador (19 de agosto de 2013).

Gonzalo: ayer domingo comencé a leer tu libro. Leí hasta el "El Análisis".
Hoy lunes 19, es festivo en mi país. Siendo las 7:00 y al igual que ocurre con una hambruna, al levantarme, mi primer "bocado", fue el capítulo "Esperando a Sofía", y de ahí en adelante, todo fue silbar y cantar. A las 10:47, "El Misterio...", quedó develado. La lectura me evocó autores como Humberto Eco, en "El Nombre de la Rosa" y a Ken Follett, en "Los pilares de la Tierra". Lo trascendente, es que originalidad, contenidos, manejo del idioma y creatividad, son una sumatoria genial de tu obra. Estoy seguro que ningún editor dudará en publicarte, y hay mucha madera para seguir "pintando".
¡Para leerte, hay que vestir de frac!
¡Chapeau!


viernes, 1 de agosto de 2014


Reflexión en el linde



Las musas extremas, óleo del autor, 2014 (gentileza de su dueña Ximena Ríos A).

La paradoja duerme en el tiempo: los hombres viejos llevan las horas como apostando por el estado del juego. Al principio, de jóvenes, quieren que las horas apuren el calendario para alcanzar el poder; al final, de viejos, que se alarguen para alcanzar la esperanza. 

Gonzalo Rios Araneda
  

miércoles, 30 de julio de 2014

El jardín de doña Marina















Gonzalo Ríos Araneda
          


Doña Marina había quedado viuda muy joven y llevaba más de tres años viviendo en la soledad de la quinta que le dejó su marido don Hilarión de la Cuadra al momento de su muerte. Situada en el sur del país, la quinta era lo que quedaba de la fortuna de los de la Cuadra. Dato sin importancia si no fuera porque nos informa de la decadencia de una familia tradicional de la sociedad chilena de finales de la primera mitad del siglo XX, asentada por generaciones en un punto remoto de la antigua provincia de Valdivia, más allá del borde sur del río Calle-Calle, y unido a su capital territorial por una pequeña estación ferroviaria. Allí pasaron sus mejores días, con algunas angustias, pero felices. Hilarión, parco en lo suyo, remolón con el verbo; Marina expresiva, como las flores del canelo sagrado.

Hasta que, cerca de cumplir los cuarenta años, aquel manifestó ciertos signos de desacomodo social. Ocurrió desde el día en que empezó a frecuentar una sociedad secreta que lo alejó de sus relaciones habituales. Con este vínculo que nunca nadie se preocupó de investigar, se dio inicio al lento deterioro de su salud mental, a lo que se sumó la inhibición prematura de su sexualidad. Dicen quienes conocieron a la pareja, que don Hilarión era infértil, y que, durante la primera etapa de su matrimonio, y a pedido de su mujer, aceptó someterse a tediosos tratamientos de medicina natural con la vana esperanza de engendrar un hijo, lo que no fue óbice para que el resplandor del deseo iluminara su lecho intensamente.

En contra de la opinión de sus cercanos y por el amor que le tuvo a su marido, nunca pasó por la mente de doña Marina volver a casarse; al contrario, guardó penoso silencio y acomodó su libido a la abstinencia con una valentía encomiable.

Después de su conversión, don Hilarión había dejado de asearse con regularidad, se había dejado una barba que nunca quiso recortar y empezó a vestir como su jardinero, al que le cambiaba la ropa por la suya. Su desapego fue tan grande por todo lo que le rodeaba que cayó en melancolía, lo que a la postre lo condujo a la muerte, dejando a doña Marina llena de aflicción, incapaz de comprender sus motivos. Es menester hacer presente que los restos de don Hilarión fueron reducidos a cenizas, y cumpliendo al pie de la letra un mandato expreso suyo –suscrito, por cierto, cuando aún gozaba de buena salud–, estas fueron guardadas en un pequeño contenedor de amazonita, cuyos brillos verdes, contrastados de estrías amarillas, le daban al ánfora, una sensación fosforescente de estallido lúdico. Fue colocada, de acuerdo con su testamento, en el centro del patio principal de la quinta; más precisamente, en un quiosco en forma de pagoda, cuyo techo, durante los veranos, producía sobre la pared que la separaba del campo, una sombra ondulante, a semejanza de una serpiente, mientras el sol transitaba por el lugar.

Tal cual quedó evidenciado, durante el largo luto que llevó doña Marina, no se le conoció ningún interés que la distrajera de sus cavilaciones, siendo la forma de rendirle amoroso tributo a su marido. Secundada por Leontina –su ama de llaves–, se recogía temprano en invierno y nunca muy tarde en verano, salvo cuando recibía visitas que, de tarde en tarde, se asomaban para hacer recuerdos de su esposo.

Necesario, para redondear con fidelidad esta historia, es informar que el jardinero que le pasaba su ropa a don Hilarión, empezó a manifestar también signos inequívocos de alteración de su personalidad: vagar desnudo por las cercanías de la casa cuando se encontraba fuera de sus horarios de trabajo, u orinar o masturbarse en presencia de Leontina; hasta, incluso, insinuar avances indecorosos a doña Marina, quien finalmente debió tomar la decisión de prescindir de sus servicios. Por esta razón, los arrayanes plantados en los exteriores de la casa se fueron quedando casi sepultados bajo los helechos por falta de poda, y las florecillas de los alrededores dejaron de brillar. Pero, según los dichos de algunos vecinos, cuyo único crédito es la unanimidad de sus versiones, el patio donde reposaban los restos de don Hilarión, permaneció con sus jardines y sus prados intactos, como si nunca hubieran dejado de ser atendidos por la mano experta de un jardinero; en tanto, la vida de doña Marina transcurría más rodeada de paz que de pesar; y bajo la inevitable aceptación de su destino, incluido el abandono cruel de sus apetencias sexuales.

Sin embargo, cuando la primavera de principios de la década del 40 del siglo pasado se asomaba desparramando la vida a borbotones en aquellas latitudes feraces, doña Marina amaneció llena de una energía nueva y sustancial.  Se miró al espejo y se reconoció en la plenitud de sus atributos y no sintió ninguna clase de frustración que la hiciera renegar de su soledad; al revés, la prodigiosa virtud del espectáculo de la creación, la llenaba ahora de una sensación de vital alegría. Fue entonces cuando una suave brisa que, de pronto le rozó las mejillas, la llevó a imaginar la presencia de un ángel travieso que bien podría estar mirándola desde algún rincón de su jardín. Era tal el gozo suyo que, a la hora del desayuno llamó a Leontina y le dijo que ese día no almorzaría, bastaba con unas frutas y ensaladas; también le pidió preparar su baño con diligencia para la noche. La mujer, conocedora de los gustos de su señora, se lo ordenó con agua de rosas y aceite de avellanas y se preocupó de dejar a su alcance lo mejor de su vestuario íntimo. En la tarde, doña Marina se recogió temprano en su habitación, y luego de un baño reparador, se paseó desnuda y se miró detenidamente en el gran espejo de molduras barrocas que cubría la pared frente a su cama; enseguida se vistió con su desabillé de verde ágata y admiró su anatomía, agradecida de su linaje; en tanto, había dejado abierta la gran ventana que daba al patio de la pagoda donde brillaba contra la inmensidad del cielo el ánfora con los restos de su marido, a la vez que la acariciaba un aire limpio y sereno sobre las suaves extensiones de su piel. Se tocó los glúteos y se miró el ombligo para seguir con la vista la línea apenas perceptible que bajaba para unirse a la oscura rosa de su bajo vientre. Un estremecimiento llenó sus mejillas de un rubor flamígero para iniciar un viaje al centro indecible del deseo; entre las turgencias ardientes de sus senos y las ensoñaciones púbicas; desde las escápulas temblorosas de su espalda, hasta las calientes erupciones del placer en cada dimensión cúbica de su cuerpo.

Luego de tenderse en la gran cama de la habitación, de espaldas contra el cielo raso, doña Marina sintió el poder de sus piernas y se palpó el pubis, luego se acarició las trepidantes aristas húmedas de su clítoris ardiente y cerró los ojos. Agitados sus senos, conmovidos sus sentidos, de pronto sintió el peso de un afecto viril hecho sombra, similar a los desbordes de sus antepasados en el delirio del poder. Cual, si se tratara de una promesa incubada en el inframundo, la sombra se abalanzó sobre ella, pronto a saciarla, igual que sacia el deseo animal de la posesión. Enseguida, amantísimo, el ente retuvo el aliento, como si se dispusiera a lanzarse desde lo alto de una montaña; y con la certidumbre de un ángel proscrito, alcanzó la cámara del vino para clavarle a ella la bandera suya entre las piernas que, abiertas como alas de mariposa, temblaron bajo ese goce eterno que los amantes saben está inscrito en la memoria universal de la libido.


Dilatados sus tímpanos, envuelta en el frenético bufar de un tren al llegar a la estación, y a ratos, oculta por la densa ebullición de unas enormes nubes de vapor, doña Marina se dejó llevar hasta el andén de losas amarillas donde ella solía esperar a Hilarión cuando volvía de la ciudad y ambos abrazados corrían a casa desnudándose en el camino desesperados por alcanzar las estrellas.