La Patata Tórrida


¿PUEDE HABER EN EL MUNDO ALGO MÁS DESPRECIABLE QUE LA ELOCUENCIA DE UN HOMBRE QUE NO DICE LA VERDAD?
Thomas Carlyle


Arriendo Departamentos en Valparaiso

lunes, 2 de octubre de 2023

 


Folia mortua *

 




Se trata de las hojas muertas

esparcidas en el suelo como metáforas del ser;

detritus vegetal de las conspicuas ciudades del planeta

y víctimas azarosas del discurrir, cuando barren sus despojos;

huellas desconsoladas de la historia humana

desnudada por el viento.


Son las hojas viejas que tapizan de melancolía

los espacios hibernales del hombre;

en los bancos de las plazas, en los patios,

en las veredas de las casas que habitamos;

en las calles que transitan apenas los abuelos,

ellos y ellas en el frío.

 

Sustrato de la existencia,

remedo metafísico;

aliento medieval de los juglares muertos,

y lectura obligada de los contemplativos

que las siguen ahítos de nostalgia,

temerosos de perderlas para siempre

en los desagües calle abajo.

 

Empero, se dice que, las hojas muertas,

recogidas y cosidas a mano por los editores del tiempo,

se conservan en mamotretos murmurantes del pasado

–el secreto mejor guardado en las alcaldías del mundo–,

donde poetas y filósofos transmigran en sus líneas;

mientras los amantes las hollan bajo la lluvia,

en el crepitar sordo de un amor desordenado.








miércoles, 19 de abril de 2023

 

Chileno en el Pequod:  Al encuentro de un personaje profundo.

Gonzalo Ríos Araneda




Los preparativos del Pequod y las preocupaciones de Ismael para ser parte de una cacería de ballenas que duraría casi cuatro años alrededor del mundo, ocurrían en la costa y calles de Bedford, al sudeste de Florida en el Estado de Massachussetts, cuando se iniciaba la segunda mitad del siglo XIX.  En tanto, la industria de la caza de ballena era un respetable y pingüe negocio para hombres ambiciosos, fuertes y decididos. En este escenario que, a partir del zarpe de la nave, se irá expandiendo en la imaginación de la mano de su narrador, que oficiosamente nos invita a seguirlo con un “llamadme Ismael”, se gestará una historia extraordinaria y sorprendente, escrita con dramática grandiosidad y virtud; y donde aquel nos informa que su capitán va en busca de una ballena blanca, para vengarse, porque el cetáceo le amputó su pierna izquierda meses antes, en plena y sangrienta faena de caza. Tal es la trama de una novela inmensa y controvertida.

Ahab, va decidido en busca de su vendetta, con lo que entre la tripulación se había creado en torno a ese enorme espécimen del mar, un verdadero mito, fantástico y aterrador, solo comparable con la temerosa admiración que los hombres del ballenero sentían por la tozudez casi despiadada de su capitán.

Luego de una salida llena de amenazantes presagios, como ese adiós de Elías, el viejo chiflado, en la despedida del Pequod en el puerto de Bedford: “Adiós. No os volveré a ver supongo, como no sea el día del juicio final” (Melville, 1960), nos encontramos de lleno en alta mar, desde donde ya podemos informar a los lectores que aún no la conocen o no la hayan leído, que nos estamos refiriendo a la novela Moby Dick o la ballena blanca, del escritor estadounidense Herman Melville, la que fue publicada en 1851, cuando este tenía 32 años. Decirles también, que la obra no gustó a sus amigos, y que la crítica la habría mirado con desconfianza. Sin embargo, hoy, a pesar de sus excentricidades editoriales, Moby Dick es considerada una gran novela. Intensa y extraña novela. Tal vez la más singular, poderosa y bella, aunque no menos controversial, donde las más de sus páginas, están llenas de esplendor y de luces. Imposible de pasar inadvertida.

Sorteado este paso de presentación, ya estamos en condiciones de entrar en materia y apuntar al objetivo que nos ocupa en relación a esta obra de Melville. Por lo pronto, atenderemos a dos cuestiones. La primera tiene que ver con las pertinaces digresiones académicas en torno a los estudios de la ballena con que su autor se afana en medio del relato; y la segunda, importante, por su trascendencia, porque sacude las emociones del lector de esta parte del mundo, es encontrarnos entre la tripulación del ballenero con un chileno. Aunque en ese instante, apenas un esbozo literario entre los mástiles.  

En cuanto al primer asunto, solo nos limitaremos a especular en las razones que pudieron mover a Melville a incurrir en esta clase de desvíos de atención, sin hacer declaraciones que, a lo único que pueden conducir, es a inmiscuirnos en su voluntad soberana, conscientes como estamos de que, lo que es considerado un fallo, bien   puede y debería aceptarse como un desafío suyo, más rayano en la innovación que en un error de apreciación estructural. En este sentido, nos parece válida la opinión del escritor inglés Somerset Maugham, quien sostiene que Melville incluyó esas digresiones sobre las ballenas porque él, como autodidacta, “le concedía una exagerada importancia a los conocimientos que había adquirido tan penosamente y no pudo resistir a la tentación de exhibirlos” (Maugham, 1960).

Eso, por una parte, puesto que, también parece razonable la idea de que se trató de un intento de Melville por buscar financiamiento pre o post publicación de la novela, lo que, perfectamente pudo haber acordado con las compañías de la industria ballenera de la zona de Nantucket, incluidos empresarios, comerciantes y estudiosos del cetáceo, como una oportunidad para exaltar su misión y atraer capitales en beneficio de sus ganancias o sus investigaciones. Aceptando, no obstante, que se trata de una teoría abusivamente extemporánea; todo un círculo de emprendimiento analizado a la luz de las comunicaciones del siglo XXI, donde todo se vende y se intercambia en los mercados. Aunque, es plausible imaginar el apetito de los grandes inversionistas ante los desafíos y oportunidades de aquella época. No en vano el aceite de ballena contribuía a iluminar las grandes ciudades del mundo en ausencia de la electricidad, y la linterna sorda era el utensilio doméstico más usado en las noches sin luna; más incluso que el refrigerador familiar que traería el confort definitivo entre los estadounidenses ochenta años más tarde. Desde esta perspectiva, pensamos que, un hombre en serios apuros económicos y consciente del valor de sus conocimientos, bien pudo jugársela por una solución como esa. De cualquier modo, eso nunca lo sabremos, mientras el propio autor no lo haya consignado en algún documento inédito escondido en una buhardilla centenaria que, convirtiéndose en un hallazgo literario histórico, dé cuenta detallada de su propósito.

Ahora, vayamos a la segunda cuestión. La más importante, en cuanto, nosotros, lectores de esta parte del mundo, al constatar la sorpresiva e inefable presencia de un chileno entre la tripulación del ballenero, nos llenamos de una suerte de orgullo, en el engreimiento de que se trata de una entidad reconocible en el mapa de la gran aventura marítima. Pues, bien, todo esto ocurría luego de que el capitán Ahab reuniera a toda su tripulación en cubierta para iniciar a sus hombres en el rito de cazar la ballena blanca, aunque cueste la vida: “¡Ballena muerta, o lancha a pique!” exclamaban arponeros y marineros excitados por las provocaciones del capitán.  

En medio de la grandiosidad de los ondulantes espacios abiertos, el autor, a través de Ismael que, en este punto, pareciera narrar en éxtasis, adhiere a la supuesta afinidad de propósitos que anida en el alma de un chileno que va a bordo del Pequod, entusiasmado de que su destino y su meta inmediata esté ligada a la persecución de esa ballena que Ahab, el capitán, le ha transmitido a su tripulación. “Mira a aquel chileno, resopla de pensar en ella” (Melville, 2015), vocifera Ahab en un momento. Un marinero que, en medio de la humanidad representada en la cubierta del Pequod, por la diversidad de razas, variedad de tareas y sentimientos, es exaltado por el capitán, tal si se tratara de un prójimo a tener en cuenta. Y lo hace sin siquiera apuntarlo por su nombre, sino recurriendo a su gentilicio, con la voluntad virtual de acentuar su calidad de personaje secundario y de planos generales; ante los otros personajes con poder de mando y de encuadres cercanos, como los Starbuck, los Stubb, los Flask.

Aun reconociendo que este uso del gentilicio aplica a otros tripulantes comunes a lo largo de la novela, la diferencia se destaca en el detalle distintivo de las implicancias semánticas y psicológicas de la línea que nos ocupa. Quizá si a propósito, Melville, jugando con simbolismos y alegorías, convirtió, a ese chileno de la cubierta, en un modelo azaroso, representado en un hombre que nació y se crio en los bordes de la Tierra, entre el mar Pacífico y la cordillera de los Andes. Algunos dicen que es un homenaje de Melville a los hombres de esta zona del mundo. Nosotros, que se trató de una manifestación de su originalidad, por cuanto dibuja la presencia de un hombre que, apenas nombrado por su nacionalidad, necesariamente sugiere que debe tener un papel que jugar a título de personaje completo. Precisamente lo que nos proponemos demostrar en este ensayo.

Lo más notable es que, Melville, en una sola frase ha creado una suerte de ambigüedad; esto, tal si el sujeto no fuese a existir más allá de aquella invocación, creando en paralelo, un suspenso de continuidad solo achacable a un plan preconcebido del autor.  Sin embargo, y como veremos, se trata de un personaje que cerrará su círculo virtuoso, para sorpresa del lector, en un momento muy álgido, precisamente en el desenlace de la historia. 

Creemos que este hombre no podía tener otro oficio a bordo del Pequod que no fuera el oficio de remero; en su caso puntual, el que maneja el llamado remo del arponero de proa, que necesita de un brazo fuerte y nervudo capaz de exigirle a sus músculos su máximo esfuerzo.  Muy significativo para nosotros, los chilenos, que nos fundimos en la catástrofe ¿acaso no nacimos nadando contra la corriente en medio de los desafíos de la naturaleza? ¿¡Y por qué se trata de un remero!? Porque resoplar es un acto sistemático de tomar y expulsar aire en medio de un esfuerzo tan constante como el ruido de un émbolo en acción; y la única tarea de la caza de ballena que propicia esta forma de esfuerzo, es precisamente, la de remero, y más aún, cuando en la fase crucial debe colaborar para asegurar la presa con el arpón.

Por tanto, el remero que apuntara Ahab en el capítulo XXXVI, titulado El Alcázar, hacía rato venía llamando su atención. Su expresión lo colocaba en un status de coraje y determinación coincidentes con la ceremonia que presidía. De hecho, se puede inferir que lo revelaba como un hombre de acción en primera línea. No se trataba de un tripulante cualquiera, puesto que sería raro que el capitán imaginara a un simple marinero resoplando de emoción ante la perspectiva de enfrentar a Moby Dick. Se puede conjeturar, por tanto, con un alto índice de probabilidad, que aquel sujeto era uno de ellos, los mismos que enfrentarían a la ballena acusada de “asesina”, llevando sus lanchas a tiro de arpón.

En consideración a lo expuesto, Melville no podía hacer desaparecer a este chileno de su historia, luego de identificarlo en cubierta aquella tarde. Hacerlo habría sido caer en una flagrante desatención, imposible de concebir en un escritor de su talla. Como dejar cabos sueltos, que, de cierto, no dejó ninguno, si nos atenemos a nuestra tesis.

Es sabido que, Herman Melville escribió su obra, inspirado en un acontecimiento sangriento, el desastre del Essex casi treinta años antes, a dos mil millas náuticas[1] de la costa occidental de Sudamérica. Desastre que devino en escenas de muerte, abandono y antropofagia luego de que un terrible cachalote albino embistiera la nave. Tampoco desconocía la historia de otro cachalote que había sembrado el terror frente a las costas de Chile, al sur oeste de la actual Octava Región del Bio-Bio; y que algunos llamaban Mocha Dick, por la isla homónima que dibujaba el teatro de sus tropelías. También el autor tenía la experiencia de haber navegado alrededor del Cabo de Hornos y la costa del continente, incluido su arribo al puerto de Valparaíso siendo grumete del United States en 1843.

Viajero virtuoso, de aguda observación, Herman Melville se cruzó con las culturas del Pacífico sur, donde de seguro, se detuvo a estudiarlas con ojo atento. Tal vez se cruzó con algún vagabundo de los cerros de Valparaíso y aprendiera a reconocer en los de su clase, a un aventurero de naturaleza tranquila, cazurro, pero aguerrido y audaz como el que más. De seguro Melville, conocedor de hombres, le habría dado un papel en cualquier historia de balleneros que hubiera imaginado.

Por consiguiente, y habiendo, por una parte, dejado insinuada una explicación plausible sobre el famoso tema de las interrupciones del autor en la línea argumental del texto, con el tema de las características fisiológicas de la ballena que, tanto han incomodado a los lectores de Moby Dick; y por la otra, planteado el intento por reconocer en ese chileno de los resoplidos, un personaje completo, pensado por Melville; ahora solo queda preguntarnos legítimamente, si aquel volverá a aparecer en escena en algún otro cuadro del resto de la novela, sea para completar su carácter de personaje, sea para cumplir un fin diseñado por el escritor, conforme a los presupuestos de nuestra  hipótesis. Veamos entonces.

Requerida una descripción, se trata de un mundo intenso, real, sublime tan solo por la atmósfera de exaltación que lo rodea; una vida dotada de caracteres únicos solo discernibles por una elite muy minoritaria y acotada a una especie de hombres rudos y salvajes, aunque temerosos de las diabólicas encarnaciones del mal en los confines de la Tierra. De ello dan cuenta numerosas historias que, de oírlas, estremecieron a muchos hombres de estirpe marinera en los mares del sur. Una constelación de trabajadores del océano: primeros pilotos, segundos y contramaestres. Calafates y toneleros de ribera; herreros y arponeros y grumetes. Corriendo de proa a popa, atentos a las fuerzas cruzadas del bauprés en medio de las amuradas en barlovento; asegurando la cofa de trinquete, las drizas y los obenques. Confirmando o descartando averías en las arboladuras, en la cala y en las quillas. Y recelando de las cuadernas de estribor y babor, las más expuestas ante un ataque de cetáceo malhumorado capaz de atisbar la maldad de ese animal de dos piernas y un arpón que la acechará por horas en medio de un oleaje oceánico.

La tensión sobrecoge los espíritus, mientras los vigías se renuevan nerviosos desde temprano en sus puestos después de dos días de angustia. Y los remeros y arponeros acezan de ansiedad. Los mismos que, cerca del final, descubren a Moby Dick en lontananza, al atardecer, y apuran sus trabajos para ganarle la mano a la bestia, “porque el siniestro día del mar termina un día y la mano nocturna corta uno a uno sus dedos hasta no ser,…” (Neruda, 1955). Esto, debido a tres días de lucha sin cuartel, con merma trágica para el Pequod en el tercero; cuando el viejo vengativo saltó al mar acompañado de unos pocos hombres para terminar con la bestia herida, aunque lejos de rendirse.

En medio de la turbulenta destrucción de la lancha que conducía a Ahab mientras luchaba contra la ballena, y una cohorte de tiburones lo seguía; y respondiendo por fin, a las huellas de nuestro compatriota; ese mismo día, a la misma hora, un remero genérico, también sin nombre, moría fiel a su capitán en el mismo escenario. En la refriega, Ahab fue alcanzado en el cuello por la corredera de cables de su propio arpón y arrastró al remero que desapareció bajo las aguas, mientras él perecía estrangulado.

Tal como los dioses y diosas del Olimpo invisibilizaban a sus protegidos con un manto que los ocultaban de los demás, así, Melville hizo con el chileno, haciéndolo pasar inadvertido para los lectores desde el rito de iniciación hasta el día del juicio. Es apropiado enfatizar: inadvertido, que no ausente.

La profundidad y riqueza conceptual del pensamiento de Melville, pudo entonces, hacer realidad este juego con la muerte binaria de unas conciencias que venían de algún modo oculto, unidas por la fatalidad. Desde luego, se hubiera esperado que el autor de Moby Dick hubiese escogido al oficial Starbuck como compañero de ruta en el trance de la muerte, por el sentido escénico que conllevaría el contraste entre ambos: la impulsividad vengativa de Ahab con la sensatez y ánimo de contención de Starbuck. Pero lo habría desechado, porque, si bien, eran dos almas en conflicto, ambos estaban contaminados por el poder, los prejuicios y la impiedad de su oficio, lo que habría debilitado el efecto que aquel pareciera haber buscado con ahínco. En cambio, al elegir al remero de proa, un hombre común, no contaminado, cuyo único poder era su vigor físico y su amor frenético por la aventura, se completaba armoniosamente, el ciclo del chileno como personaje concreto; por otra parte, contribuía a enriquecer los tonos dramáticos de la tragedia, alcanzando hitos de apoteósica singularidad.

Recordemos, por último, cuando Ahab, al grito de ¡avante! en medio del desastre, exige a sus hombres acometer contra el cetáceo, y pide a los remeros no se preocupen por los mordiscos con que los tiburones van convirtiendo en astillas las palas de sus remos. En ese instante, uno de ellos le habla respetuosamente y le hace ver que cada vez estas se van haciendo más pequeñas. Sus palabras resuenan extrañamente como un preludio de la despedida ¡Un clic que desata las amarras de un puente! Permítasenos manifestar, entonces, la tentación de atribuírselas sin más a nuestro compatriota. Esto, por la cercanía psicológica creada entre ambos y por la admiración soterrada que se habrían profesado en el largo camino del deber.

Una verdadera conjunción de hechos que nos permiten pensar que el escritor cerró su novela con un cuadro hábilmente meditado, consciente de que daba sentido a sus silencios. Tal cual suponemos que eran los planes de su autor. El capitán, motejado de loco por algunos, fue seguido en la hora póstuma por el chileno corajudo, en tanto, un tercer personaje, completaba una tríada que, encabezada por Ismael, revelaba los trágicos símbolos del destino. Una escena que invita a pensar que Melville era capaz de crear artificios donde otros eran incapaces de comprender.

Llegados a este punto, podemos sostener que el entusiasmo que le habría producido al capitán Ahab la presencia de aquel remero, oriundo de Chile, en la cubierta del Pequod, hizo que Melville, como conductor de almas, lo llevara hasta el extremo de retrasar su regreso a escena en el guión de la novela, con el fin de hacerlo culminar en la catarsis de la tragedia, solución estética que no tiene nada de extravagante ni raro en él, si acusamos conocimiento de una propensión suya a la admiración del porte masculino, recurrente en algunas expresiones públicas y en su propia obra; cuestión  en la que, sin embargo, siempre prevaleció su sentido moral sobre todo lo demás (Maugham, 1960). Lo sugiere su amistad con el marinero inglés Jack Chase, a quien dedicara, casi 50 años después, su novela póstuma titulada Billy Budd (Melville, 2010), concluida apenas tres meses antes de su muerte.

Apreciado lector, ya lo sabes o lo debes haber adivinado, solo se salvó Ismael, porque la lógica del desenlace le tenía reservado llevar la historia de Moby Dick y el capitán Ahab, a todos los rincones de la Tierra, hasta que el tiempo perdurable lo consintiera. Estaba a punto de ahogarse cuando logró ocupar por unos segundos, el lugar que dejó el último remero de proa al ser golpeado y arrastrado por los cables que ahogaban a Ahab. Allí, el narrador se aferró a lo que quedaba del asiento, hasta que se encontró con la caja de madera flotante, en la que se acostó a modo de ataúd, mientras los restos del Pequod se hundían en “el gran sudario del mar”.


Obras citadas.

Maugham, Somerset, Diez novelas y sus autores, editorial Plaza & Janes, Barcelona, España 1960, 216.

Maugham Somerset, Diez novelas y sus autores, editorial Plaza y Janes, Barcelona, España, 1960, 207.

Melville, Herman, Moby Dick, editorial Juventud S. A., Barcelona, España, 2015, 142.

Melville, Herman, Moby Dick, editorial Juventud S.A., Barcelona, España, 2015, 219.

Melville, Herman, Billy Budd, marinero, editorial Losada, S. A., Buenos Aires, Argentina, 2010, 19.

Neruda, Pablo, Canto General, Tomo I, Llega al Pacífico, Editorial Losada, Buenos Aires, Argentina, 1955, 62.

 

 



[1] 3.700 kilómetros.